lunes, septiembre 05, 2016

Aylan, la foto que no sirvió

Era sirio pero podía haber sido su hijo, su sobrino o su nieto. No tenía la piel oscura ni vestía con harapos. Llevaba los zapatos que venden en la tienda de la esquina, la camiseta roja del parque de atracciones y el pantalón corto que heredó de su hermano, como cualquier niño de nuestro mundo.

En plena era de virales, memes y zascas, cuando algunos gurús predicaban que la fotografía había muerto asesinada por el vídeo, llegó la imagen de Aylan Kurdi, de tres años, inmortalizado a su pesar por la reportera Nilufer Demir.

Las agencias escupieron su foto al medio día del 2 de septiembre del año pasado y se expandió por internet como solo saben expandirse las malas noticias. A las pocas horas ya habían reaccionado activistas, tertulianos y líderes mundiales.

La propaganda política funcionó a toda máquina. Todos prometieron medidas urgentes para acabar con el drama y todos dijeron "nunca más".

Sobre el terreno, las palabras se las llevó el viento ese mismo día.

En las playas de Kos, la isla donde pretendía llegar el padre de Aylan con su familia, después de dos intentos frustrados por la frontera terrestre, no había ni un solo agente de la autoridad griega, ni un solo barco de rescate. Tan solo voluntarios desorganizados con más actitud que aptitud para ayudar a los refugiados en la arena y un grupo de fotógrafos.

Y así siguió siendo durante las semanas que siguieron a su muerte. Quizá la diferencia la marcó la llegada de la ONG española Proactiva, que sí llevó a profesionales del salvamento a las costas de Lesbos, pero la movilización prometida por esos líderes europeos no llegó nunca.

La realidad es que hasta la muerte de Aylan Kurdi, su hermano y su madre habían muerto en el Egeo un puñado de niños. Después, el número de menores fallecidos se multiplicó hasta el escándalo, pero las lágrimas ya estaban derramadas y las declaraciones se olvidaron pronto.

Los niños siguieron ahogándose al ritmo de dos aylanes al día durante el otoño y el invierno intentando llegar a Grecia.

El lugar donde se ahogó Aylan está a unos 30 kilómetros de la ciudad balneario de Bodrum, el Puerto Banús de Turquía. Los taxistas de la ciudad conocen perfectamente el sitio. Enséñeles la foto y le llevarán igual que han llevado a miles de familias sirias cerca de los embarques ilegales durante meses. Si se fija bien, además, verá que los hoteles baratos siguen estando llenos de sirios esperando su oportunidad de pasar al otro lado, con algún simjar (traficante) siempre negociando precios por la zona.

Esa playa, llamada Ali Hoca Burnu, es el emplazamiento de los hoteles más caros de toda la costa turca. Por el día se tostaban al sol los turistas alemanes, rusos y por la noche, sobre todo en otoño del año pasado, se convertía en la sala de espera de decenas de miles de refugiados, familias enteras con hijos, a la espera de que los mafiosos los metieran en las lanchas neumáticas a golpes.

Frente a la playa se ve la isla de Kos, a tan solo seis kilómetros, pero aterradoramente lejana. Mientras los refugiados ponían su vida en riesgo a un precio de 1.200 euros por cabeza, este periodista viajaba en un ferry por el mismo trayecto a 10 euros.

El padre del niño enterró los cuerpos de Aylan, su madre Rehan y su hermano Galip en el cementerio de Kobane, la ciudad que había sido tomada por los psicópatas del Estado Islámico y de la que habían huido. Por desgracia, no sirvió de nada. Los líderes europeos no se movieron un centímetro por miedo a los eurofobos, los griegos transformaron sus centros de tránsito en prisiones, Macedonia cerró su frontera y Hungría construyó un muro en la suya.

El mismo destino le espera al pequeño Omran, lleno de sangre y polvo en la ambulancia de Alepo: fama efímera y luego, el olvido.


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